lunes, 12 de septiembre de 2011

Fuera del Perímetro

“Es tu oportunidad- me digo a mí misma-. Es tu oportunidad para demostrar lo que vales.”

En esta jungla, he de agudizar mis sentidos y confiar en mi instinto animal para mi supervivencia. Tengo que ser rápida y precisa para realizar una caza impecable. La pantera corre a toda velocidad y yo la sigo tan rápido como puedo, pero una pantera siempre gana la carrera.

Sé que no podré vencerla. Al menos, no ahora. Ni siquiera he empezado las clases de caza, ésta es mi primera prueba.

“Y muchos cazadores se convierten en cazados en pruebas como ésta…”

Borro ese pensamiento de la cabeza, antes de que tome más peso. No debo desconcentrarme y no lo haré.

Aumento la velocidad, he de pensar en una forma de matar al felino sin que ello implique una competición de fuerza. Sin bajar el ritmo, cojo rápidamente una rama que acaba de caer y una piedra de tamaño mediano del suelo. Con la piedra, voy dándole forma a la parte superior de la rama hasta que está lo suficientemente afilada y la lanzo con todas mis fuerzas en dirección a la pantera. Le doy en la pata, sin matarla, pero debilitándola lo suficiente como para que cojee y pierda velocidad, pero no la suficiente.

Me empiezo a cansar y sé que no lo conseguiré. Y también sé lo que eso significa: no seré útil. Al igual que hice antes, retiro ese pensamiento de la cabeza al instante de pensarlo y me vuelvo a concentrar en el feroz animal. Intento predecir sus movimientos. Probablemente girará a la derecha, atravesará el puente y se cobijará en la cueva que le espera al otro lado. El animal conoce este sitio mejor que yo, pero lo he estudiado lo suficiente como para saber que una vez en la cueva no habrá forma posible de que yo pueda entrar. Es demasiado pequeña para mí. Si la pantera entra, estoy perdida de verdad. Sin pensarlo mucho, escalo un pequeño montículo de piedras y subo a un camino de tierra que está unos cuatro metros por encima del felino. Tal como predije, ha tomado la curva y está atravesando el estrecho puente que conecta los dos lados del río.

“Para temerle al agua, está siendo muy valiente”- pienso.

Calculo rápidamente la distancia que nos separa y salto sin miedo, con los brazos extendidos  a modo de abrazo, en dirección a la pantera. No tengo tiempo de disfrutar de la caída antes de agarrarla por el costado y empujarla al agua. Mientras las dos caemos durante interminables instantes al río, la lucha continúa. Me araña, me ruge, me muerde… Pero no pienso soltarme. La adrenalina es tal que apenas noto el dolor. Y es justo en ese momento cuando el animal que llevo dentro sale a la luz y el hecho de ser humana pasa a un segundo plano.

Ya estamos en el agua. Me duele la espalda a causa del planchazo pero, como ya he dicho, apenas lo noto.

Aprovechando mi posición, presiono con mi antebrazo el duro cuello del animal. Se defiende. Da zarpazos sin saber exactamente hacia dónde y acaba arañándome la cara. El aire empieza a faltarme y debo salir a la superficie lo antes posible, pero no sin antes matarle.

Un dolor punzante y agudo quema mi antebrazo, y esta vez sí lo noto. La pantera, aprovechando mi descuido, me ha mordido y ha conseguido atravesar el hueso. El agua que nos rodea se tiñe en sangre. Cierro los ojos casi automáticamente.

Ya no noto al felino entre mis brazos. Pero sí noto sus garras, afiladas, que me atacan sin reparo alguno con un único fin. Matarme.

Ya no hay tiempo.

He perdido.

Debo decir el código.

Me defiendo como puedo e intento salir a la superficie. Me obligo a mí misma a abrir los ojos antes de que la pantera lo haga por mí. Pero no veo nada. Sangre, únicamente sangre.

Incluso en un momento como éste, todavía recuerdo el código: 76647931816. Suerte que tengo buena memoria. Intento decirlo debajo del agua, en vano, por supuesto.

Noto como la corriente nos arrastra. No me había dado cuenta antes, pero ya tengo una salida.
Si no recuerdo mal, la corriente del río nos llevará hasta una cascada. No debe estar muy lejos.
Y no lo está.

Caemos sin salvación alguna a algo que a mí me parece el vacío, pero que desgraciadamente tiene un final, demasiado mortal para ser contado.

Trato de agarrarme a las paredes de la cascada, sin éxito. Vuelvo a intentar decir el código, pero trago agua. Agacho la cabeza, de manera que el agua no tapone mi boca. Cojo aire bruscamente y digo el código tantas veces que no sé si realmente estoy diciendo un código o cantando un estribillo.

-Setecientos sesenta y seis, cuarenta y siete, noventa y tres, dieciocho, dieciséis. Setecientos sesenta y seis, cuarenta y siete, noventa y tres, dieciocho, dieciséis. Setecientos sesenta y seis, cuarenta y siete, noventa y tres, dieciocho, dieciséis. ¡¡¡Setecientos sesenta y seis, cuarenta y siete, noventa y tres, dieciocho, dieciséis!!!


Y, de repente, el agua teñida en sangre acaba tiñéndose en oscuridad.

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